5 de mayo de 2012

La hija deportista



La espera, al final, no duró tanto. Esa noche respondieron su correo, admitiéndola. Le enviaron el reglamento del equipo, así como como la carta de liberación y renuncia, y la de ingreso.
Estaba emocionada, leyó y releyó, una y otra vez, tanto el correo de respuesta como el reglamento del equipo, luego, continuó con la carta de liberación y renuncia. Sus manos comenzaron a temblar, comenzó a reir imparablemente. Solía sucederle al sentirse amordazada bajo la frase "riesgo de muerte". En realidad no le importaba, pero aún así sentía que exageraban. "Pues ojalá no me muera", pensó para sí misma.

El siguente paso era conseguir el precio de los patines que debía utilizar, y de todas las protecciones necesarias. Le dio un poco de lástima haber comprado hace casi un año con la primera quincena de su primer trabajo, unos patines en línea que no había estrenado aún por tener una rueda floja. El kit de protecciones de 30 mil pesos, tampoco le servirían.

Supo que en la única tienda especializada en venta de equipos de Roller Derby, los patines más baratos, unos Riedell R3, costaban unos 370 mil pesos. Ouch. El casco más barato, 130 mil. Ouch. Las rodilleras  más baratas... Ouch. Para el final de la suma se sentía muy apaleada. El equipo era bastante costoso, no podría pagarlo ella misma.

"Hola mami, ¿qué más?", saludó alegremente. Si bien era mantenida en otra ciudad por sus padres mientras que cursaba su carrera, nunca le gustó pedir de más, se sentía culpable. Pero esta era una "emergencia", y para ella, no  había de otra. Les contó todo, qué era el Roller Derby, qué se necesitaba, cuánto valía. "No te preocupes, si lo quieres para hacer deporte, te lo pago", le dijo luego su padre.

Era tan afortunada, ¿o desafortunada? Afortunada porque tenía padres que la apoyaban -en casi todo- así, incondicionalmente. Desafortunada, tal vez, porque comprendía que estaban tan desesperados porque ella hiciera algún deporte y dejara aquella vida sedentaria de tanto años, que estaban dispuestos a pagar lo que fuera necesario. Que exagerados, ¿o no?

Fue su maldición, desde su punto de vista. La maldición de nacer en el seno de una familia tan deportista como la de ella. Trotar, deporte favorito de ambos padres. Recordó aquellos miserables domingos en que su padre la arrastraba felizmente con ellos hacia una loma en el medio de la nada. "Trotándo hija, trotándo", le repetía él cada vez que la pillaba caminando un tramo para regular su agitada y asmática respiración.

Su hermano, por otro lado, tuvo en su pubertad una explosión de su deportista interior en el momento en que se inscribió a una lecciones de Taekwondo que dictaban en el complejo deportivo frente a su edificio (¿qué tan de malas podía ser para que construyeran un complejo deportivo frente a sus narices, el cual nunca pisó en su vida?). Su hermano se volvió delgado, ágil, fuerte. ¿Y ella? Ella seguía igual.

No siempre fue así, no siempre fue tan desafortunada con los deportes. Hubo una época en que practicaba patinaje, y le gustaba, era buena en eso. Ganó algunas medallas, aunque le avergonzaba presentarse a los torneos, había demasiada gente observando para su gusto. Dejó finalmente el patinaje en el momento en que sus padres le dijeron que estaba descuidando sus estudios -y pensar que con, o sin patinaje, igual los descuidaría en el colegio-.

Solo esperaba que el Roller Derby, no fuera algo pasajero. Esperaba que fuera, por el contrario, algo de lo que sus padres pudieran estar orgullosos. Alfin, su hija era también deportista.

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