Recordando las arepas de maíz de mi abuela materna me percaté que, aunque no lo sabía, mi primer contacto con la comida y la gastronomía colombiana en general, había sido a muy temprana edad. Recostada sobre “el pollo” de la cocina de mi casa, fui feliz amasando la harina con la mantequilla. Era mi parte favorita.
Aunque nada se le
comparó a los “arroces raros” que mi abuela preparaba. Exquisiteces de sabores extravagantes,
siempre diferentes, mezclados con arroz. Nunca supe qué ingredientes contenían aquellas
delicias culinarias, mas sus variados sabores aún permanecen impresos en mi
memoria.
Curiosamente, mi
abuela materna fue siempre amante de la cocina experimental, pero mi madre, no mucho.
Sus platos, podría decirse, se coloreaban dentro del margen, sin salirse de la raya, nada de experimentos,
nada demasiado ostentoso o raro. Sin embargo, ambas compartieron el gusto por
hacer deliciosos postres para consentir a la pequeña que una vez fui.
El flan de maracuyá,
bien lo recuerdo, era la especialidad de mi madre. Un suculento y cremoso flan
en forma de rosquilla, con aroma a maracuyá me esperaba después del colegio en
la cocina de mi casa al menos una vez a la semana, delicadamente servido sobre
un plato de plástico de los colores del arcoíris. Era un postre feliz, o por lo
menos siempre lo recordé así.
En cuanto a mi padre,
le gustaba compartir conmigo su más preciado tesoro, los chontaduros de Doña
Celi, comprados en Cartago. En un principio pensé que se trataba de frutos
sagrados, que atribuían poderes sobrenaturales a quienes los comían. Doña Celi
me tenía realmente engañada con la historia de los árboles de chontaduros
mágicos. Aunque varios años después, descubrí que los chontaduros tenían
propiedades altamente afrodisiacas, tal vez a eso se refería Doña Celi, o tal
vez solo disfrutaba de mi inocencia. Nunca lo supe.
El menú gastronómico
de mi vida comenzó bien, se tornó excelente, para ahora encontrarse en un nivel
más bien lamentable –aunque con expectativas de progreso-.
Así pues -siguiendo con el cronograma- me adentro en el
auge gastronómico de mi vida, en donde tanto en casa como en el colegio, la
comida, en mi termómetro imaginario de exquisitez, alcanzaba cada día la máxima
temperatura.
En casa, por un lado,
debido a la hazaña de mi padre de rebajar unos 10 kilos con la dieta del Dr.
Atkins, los roles en la cocina de mi casa cambiaron. Mi madre dejó de cocinar
al verse invadida por mi padre en aquella área. Deliciosos pescados y
camarones, carnes y pollos en todas sus presentaciones. Suculentas verduras al
vapor, gratinadas, salteadas. Esto acompañado siempre de una harina que variaba
entre papa, yuca o plátano, que igualmente funcionaban a la perfección con
cualquiera de sus platos.
Por otro lado, en el
colegio, haciendo valer la mensualidad de servicio a la cafetería que se pagaba
religiosamente, se hizo un cambio de menú, acción que provocó finalmente el
insomnio de los estudiantes por conocer el siempre apetitoso menú del día
siguiente. O por lo menos, en un principio, así me sentí.
Pan Cooks y lasañas
de pollo, de carne o mixtas, tacos, burritos, Cordon Bleus, filets mignon,
truchas al ajillo, pasteles de carne, barra de ensaladas, barra de sopas, barra
de helados, barra de salsas… En todo esto y mucho más se constituían, en aquél
entonces, los almuerzos diarios de los estudiantes. Hermosa época. Estaré por
siempre agradecida con el equipo de cocina de la institución, que con enorme
esfuerzo y dedicación lograron instruir mi paladar y llenar mi estómago día a
día.
Llegando a la recta
final del cronograma, el declive de mi menú gastronómico vital, nos sumergimos
ahora en mi presente. Comenzando por mi llegada a la Capital, siguiendo por mi
destreza para luchar por sobrevivir a mi primer apartamento -en el que vivo
sola-, y terminando por mi experiencia universitaria, se resume todo en un
régimen de pésimos hábitos alimenticios y mi catastrófico aumento de peso.
Sin adentrarme mucho
en detalles, mis semanas se dividían entre los días en que olvidaba comer, y
los días en que me percataba que no había probado bocado y me embutía cuánta
cosa comestible se me atravesara por el camino. Claramente, después de
semejante gracia, aumenté unos 9 kilos que, si bien no eran excesivamente
notorios –debido a mi complexión gruesa-, hacían estragos en mi guardarropa.
Aunque la nevera de
mi apartamento permanece -en su mayoría de tiempo- vacía, hoy en día trato de
recordar religiosamente comer todos los días, prestando especial atención a las
porciones, así como a las comidas –más o menos- balanceadas. No es un gran
avance, tomando en cuenta que las comidas más saludables probablemente son las
caseras y yo no cocino ni un huevo duro, pero al menos es un comienzo. Un
comienzo con expectativas de progreso.
[Crónica presentada para la asignatura de Gastronomía y Narrativas Mediáticas, Universidad del Rosario]