27 de febrero de 2012

En el nombre de la comida



Recordando las arepas de maíz de mi abuela materna me percaté que, aunque no lo sabía, mi primer contacto con la comida y la gastronomía colombiana en general, había sido a muy temprana edad. Recostada sobre “el pollo” de la cocina de mi casa, fui feliz amasando la harina con la mantequilla. Era mi parte favorita.

Aunque nada se le comparó a los “arroces raros” que mi abuela preparaba. Exquisiteces de sabores extravagantes, siempre diferentes, mezclados con arroz. Nunca supe qué ingredientes contenían aquellas delicias culinarias, mas sus variados sabores aún permanecen impresos en mi memoria.

Curiosamente, mi abuela materna fue siempre amante de la cocina experimental, pero mi madre, no mucho. Sus platos, podría decirse, se coloreaban dentro del margen,  sin salirse de la raya, nada de experimentos, nada demasiado ostentoso o raro. Sin embargo, ambas compartieron el gusto por hacer deliciosos postres para consentir a la pequeña que una vez fui.

El flan de maracuyá, bien lo recuerdo, era la especialidad de mi madre. Un suculento y cremoso flan en forma de rosquilla, con aroma a maracuyá me esperaba después del colegio en la cocina de mi casa al menos una vez a la semana, delicadamente servido sobre un plato de plástico de los colores del arcoíris. Era un postre feliz, o por lo menos siempre lo recordé así.

En cuanto a mi padre, le gustaba compartir conmigo su más preciado tesoro, los chontaduros de Doña Celi, comprados en Cartago. En un principio pensé que se trataba de frutos sagrados, que atribuían poderes sobrenaturales a quienes los comían. Doña Celi me tenía realmente engañada con la historia de los árboles de chontaduros mágicos. Aunque varios años después, descubrí que los chontaduros tenían propiedades altamente afrodisiacas, tal vez a eso se refería Doña Celi, o tal vez solo disfrutaba de mi inocencia. Nunca lo supe.

El menú gastronómico de mi vida comenzó bien, se tornó excelente, para ahora encontrarse en un nivel más bien lamentable –aunque con expectativas de progreso-.
Así pues  -siguiendo con el cronograma- me adentro en el auge gastronómico de mi vida, en donde tanto en casa como en el colegio, la comida, en mi termómetro imaginario de exquisitez, alcanzaba cada día la máxima temperatura.

En casa, por un lado, debido a la hazaña de mi padre de rebajar unos 10 kilos con la dieta del Dr. Atkins, los roles en la cocina de mi casa cambiaron. Mi madre dejó de cocinar al verse invadida por mi padre en aquella área. Deliciosos pescados y camarones, carnes y pollos en todas sus presentaciones. Suculentas verduras al vapor, gratinadas, salteadas. Esto acompañado siempre de una harina que variaba entre papa, yuca o plátano, que igualmente funcionaban a la perfección con cualquiera de sus platos.

Por otro lado, en el colegio, haciendo valer la mensualidad de servicio a la cafetería que se pagaba religiosamente, se hizo un cambio de menú, acción que provocó finalmente el insomnio de los estudiantes por conocer el siempre apetitoso menú del día siguiente. O por lo menos, en un principio, así me sentí.

Pan Cooks y lasañas de pollo, de carne o mixtas, tacos, burritos, Cordon Bleus, filets mignon, truchas al ajillo, pasteles de carne, barra de ensaladas, barra de sopas, barra de helados, barra de salsas… En todo esto y mucho más se constituían, en aquél entonces, los almuerzos diarios de los estudiantes. Hermosa época. Estaré por siempre agradecida con el equipo de cocina de la institución, que con enorme esfuerzo y dedicación lograron instruir mi paladar y llenar mi estómago día a día.

Llegando a la recta final del cronograma, el declive de mi menú gastronómico vital, nos sumergimos ahora en mi presente. Comenzando por mi llegada a la Capital, siguiendo por mi destreza para luchar por sobrevivir a mi primer apartamento -en el que vivo sola-, y terminando por mi experiencia universitaria, se resume todo en un régimen de pésimos hábitos alimenticios y mi catastrófico aumento de peso.

Sin adentrarme mucho en detalles, mis semanas se dividían entre los días en que olvidaba comer, y los días en que me percataba que no había probado bocado y me embutía cuánta cosa comestible se me atravesara por el camino. Claramente, después de semejante gracia, aumenté unos 9 kilos que, si bien no eran excesivamente notorios –debido a mi complexión gruesa-, hacían estragos en mi guardarropa.


Aunque la nevera de mi apartamento permanece -en su mayoría de tiempo- vacía, hoy en día trato de recordar religiosamente comer todos los días, prestando especial atención a las porciones, así como a las comidas –más o menos- balanceadas. No es un gran avance, tomando en cuenta que las comidas más saludables probablemente son las caseras y yo no cocino ni un huevo duro, pero al menos es un comienzo. Un comienzo con expectativas de progreso.



[Crónica presentada para la asignatura de Gastronomía y Narrativas Mediáticas, Universidad del Rosario]