Soñando, soñé que era artista. Que volvía a casa, cayendo la noche, a un modesto apartamento en la ciudad. Volvía junto a mi esposo, o algo así, artista también.
Era yo pintora. Hermosos paisajes se trazaban bajo mi pincel, coloridos y despreocupados, que me trasladaban a una extraña época hippie, multicolor, pacífica. Vestida en arapos, deslumbraba con mi gracia a cuanto burgués y descendiente noble pasaba bajo mi ventana, viéndome pintar. Multitudes se congregaban todos los días solo para admirarme.
Mi esposo, atento y detallista,
era fotógrafo. Capturaba hermosos momentos de la cotidianidad urbana, la “humanidad
del hombre”. No recuerdo su cara, tal vez era irrelevante. Recuerdo, sin
embargo, que con impresionantes trajes de gala y bastón siempre andaba. Su barba,
caso a parte de su aparente alcurnia, era sucia, enmarañada y maloliente.
Día tras día el hombre que era mi
esposo servía a mi llegada una refrescante infusión de eucalipto que tomaba
mientras me fotografiaba, susurrando inconmensurables palabra de amor. Extrañas
palabras que se materializaban ante mis ojos en pequeñas coloridas notas
musicales que bailaban para mi, que bailaban sin pudor, que bailaban con
descaro, como burlándose de mí.
Aquella vez traté de ahuyentarlas
con mi mano, pero se quedaron pegadas a ella. No supe el por qué sino hasta que
vi goteando mi extremidad derecha. Me derretía. Mi mano se derretía y comenzaba
a llevarse también parte de mi brazo. Se extendía rápidamente por mi cuerpo, mientras
que las notas musicales, aún pegadas, seguían bailando, gozándose una fiesta a
la que no me habían invitado, nadando entre mi cuerpo acuoso.
Quise entonces pedirle ayuda a mi
esposo, pero mi boca ya no era mi boca, y él parecía no darse cuenta de la
gravedad de mi situación, pues su excitación crecía cada vez más al tomarme
fotografías, y gritaba ahora aquellas locas palabras de amor.
Sin aviso previo, hubo un cambio
de escena. Abrí los ojos y vi que las multitudes que antes me admiraban desde
abajo, ahora lo hacían desde arriba. Se apiñaban, formando un círculo a mi
alrededor. “Es una obra de arte”, decían, y uno que otro le daba una suave
palmada en la espalda a mi esposo, como felicitándolo, mientras este erguía su
pecho, delatora señal de orgullo e inflado ego.
Quise pararme, yo también quería
ver lo que ellos veían, pero no pude, no tenía brazos, no tenía piernas, no
tenía cuerpo, de hecho, no tenía ni cara. Era un charco, un charco con ojos.