12 de octubre de 2015

Viajar como terapia del alma

Ciudad Vieja de Jerusalén, Israel. PH: Isabel Valdés Arias


El otro día, un amigo a quien estimo mucho a pesar de sus 'atarbanes' comentarios, en medio de una de nuestras tradicionales tertulias con cerveza en mano, me dijo lo siguiente: "usted volvió sana de su intercambio porque era imposible volverse más loca". Tal descaro, lo confieso, me indignó en un principio, aunque no puedo decir que sea la primera vez que me dicen 'loca'... Sin embargo, entre más vueltas le daba al asunto, me di cuenta que mi insolente amigo tenía toda la razón. 

El imaginario que se tiene de quienes se van de intercambio al exterior es que su diario vivir transcurre básicamente entre trago y trago, fiesta y fiesta, mozo y mozo (?), cosa que no desmentiré, pero poco se piensa sobre la inmensa transformación interna, espiritual y mental, que trae consigo las mieles de viajar. Mi experiencia, pienso yo, se inclinó esencialmente hacia esta última.

Cambié considerablemente tal vez porque lo necesitaba, porque estaba saturada. Tal vez necesitaba renovar energías, para quienes creemos en eso, o simplemente porque era inevitable. Viajar no solo me mostró otros escenarios, otras personas, otras culturas, otras costumbres, otras gastronomías, sino que también me permitió probarme a mí misma, reconstruirme desde otros puntos de vista, alimentar mi ojo, mi imaginación y mi mente. En fin, ahorrándome el discurso hippie y dramático, quiero confesar que más que vivir en otro país, lo que me transformó fue viajar por un mes entero sola por diferentes países. Reducir mi vida a un simple maletín de máximo cinco kilos, a obviar las comodidades de siempre, a obligarme a interactuar con desconocidos, con entornos diferentes.

Llegar a países donde no importa si eres trilingüe, porque la población general no habla ninguno de esos tres idiomas es duro, y es lindo al mismo tiempo. Aprender a comunicarse de la forma más primitiva, por señales, es hermoso. Aprender a leer un mapa, aprender a perderse con calma en una ciudad desconocida y luego encontrar el camino correcto es un logro. Conocer personas tan afines a uno y al mismo tiempo tan diferentes, conocer nómadas y aprender de sus experiencias no tiene precio. Obligarse a trazar un itinerario y cumplirlo es complicado, pero también lo es tomarse algunos días para descubrir cosas espontáneamente, caminando sin rumbo. 

La tolerancia fue una de las enseñanzas más grandes, pero también la conciencia del ahorro (para los que tenemos un presupuesto ajustado), de la supervivencia. Decir que hay que ir con mente abierta cuando se viaja es tan cliché, pero al mismo tiempo tan cierto...

El único riesgo de viajar es que se vuelve adictivo.

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